25 ago 2010

Ni en el blanco de los ojos (4)

Yo soy como tú, aunque no te des cuenta...ambos somos lo mismo, pero también somos diferentes. Nos unen muchas cosas y nos separan otras, pero no por eso yo soy peor y tú mejor, pero no por eso yo tengo menos derecho que tú, menos vida, menos elecciones... 

Carla era de esas mujeres que siempre llevaban un cigarrillo entre el dedo índice y el corazón. Por costumbre tenía el cinturón desabrochado y unos pantalones vaqueros a los que se empeñaba en llamar Jeans. Su archivador estaba repleto de dibujos que ella misma hacía y que después solía pegar por las paredes de su apartamento compartido. Llevaba el pelo suelto, apenas sujeto por una enorme cinta roja que le caía por el hombro y se fundía con las camisas de manga corta llena de estampados superfluos. Cuando entraba en la universidad no se molestaba en mirar a nadie, solamente caminaba erguida y recta, sin titubeos ni temores. 
Por las tardes se reunía con Molly en el café y hablaban. 
- No seré un jarrón caro en una casa pija, amor-y daba una calada a su cigarro-nací en una familia con dinero y no permitiré que mi carrera sea la de florero perfecto. 
Casi nadie la apoyaba y todo el mundo la miraba por encima del hombro ¿Pero sabéis qué?
Lo consiguió. 
Ahora trabaja de profesora en un colegio a las afueras de la ciudad. Algunos dicen que es feliz, otros que es una amargada. A ella le dan igual los comentarios.

Raúl llega del trabajo tarde, por eso todos dicen que es un buen padre de familia. Tiene una hija de ojos color del mar y un niño casi perfecto. Su mujer lo espera por las noches con un pijama de lino que él le compró por su cuarto aniversario de casados. Ambos cenan junto a la ventana, pero ni uno ni otro giran la cabeza para admirar la inmensidad de la luna, la luz y el alo perfecto que hace que la oscuridad se convierta en magia. Se levanta temprano, coge su maletín oscuro, de esos que solamente son capaces de transportar cosas importantes, y sale por la puerta después de darle un beso a su mujer. Ella le despide sonriente y se vuelve a acostar. Poco después lleva a los niños al colegio. Una vez los deja en la puerta corre hacia el supermercado y compra pan, leche, huevos y patatas para hacer una tortilla. Carga con las bolsas hasta su casa y se mete en la cocina. Coge la plancha y baja del primer piso montones de ropa que han quedado acumuladas encima de la cama. Son las doce de la mañana cuando hace la cama de los niños y la suya propia, se agacha y le duele la espalda. Baldea el patio, friega las baldosas del pasillo y riega las plantas de la azotea. Prepara la comida para los niños mientras hace una llamada de teléfono a su marido, que se ha dejado la cartera en casa. 
- Ven tú a traérmela-le dice.
- Cariño, que estoy muy ocupada y los niños van a salir ya. 
- Encima... no digas chorradas. Tú allí en casa y yo trabajando aquí que ya no puedo más.
Unos segundos de silencio y el teléfono está colgado.
Pi. Pi. Pi. Pi. Es lo único que se escucha.

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